Domingo 26 de enero
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Por primera vez releí mi Diario, de febrero a enero. Tengo que buscar todos Sus Momentos. Ella apareció el 27 de febrero. El 12 de marzo anoté: "Cuando dice señor, siempre pestañea. No es una preciosura. Bueno, sonríe pasablemente. Algo es algo". Yo escribí eso, yo pensé alguna vez eso de ella. El 10 de abril: "Avellaneda tiene algo que me atrae. Eso es evidente, pero ¿qué es?" Bueno, ¿y qué era? Todavía no lo sé. Me atraían sus ojos, su voz, su cintura, su boca, sus manos, su risa, su cansancio, su timidez, su llanto, su franqueza, su pena, su confianza, su ternura, su sueño, su paso, sus suspiros. Pero ninguno de esos rasgos bastaba para atraerme compulsiva, totalmente. Cada atractivo se apoyaba en otro. Ella me atraía como un todo, como una suma insustituible de atractivos, acaso sustituibles. El 17 de mayo le dije: "Creo que estoy enamorado de usted", y ella había contestado: "Ya lo sabía". Me sigo diciendo eso, la oigo diciendo eso, y todo este presente se vuelve insoportable. Dos días después: "Lo que estoy buscando denodadamente es un acuerdo, una especie de convenio entre mi amor y su libertad". Ella había contestado: "Usted me gusta". Es horrible cómo duelen esas tres palabras. El 7 de junio la besé y a la noche escribí: "Mañana pensaré. Ahora estoy cansado. También podría decir feliz. Pero estoy demasiado alerta como para sentirme totalmente feliz. Alerta ante mí mismo, ante la suerte, ante ese único futuro tangible que se llama mañana. Alerta, es decir: desconfiado". Sin embargo, ¿de qué me sirvió esa desconfianza? ¿Acaso la aproveché para vivir más intensa, más afanosa, más perentoriamente? No, por cierto. Después adquirí cierta seguridad, pensé que todo estaba bien si uno era consciente de querer, y de querer con eco, con repercusión. El 23 de junio me habló de sus padres, de la teoría de la felicidad creada por su madre. Quizá yo debiera reemplazar a mi inexorable Suegra Universal con esta imagen buena, con esta mujer que entiende, que perdona. El 28 tuvo lugar el hecho más importante de mi vida. Yo, nada menos que yo, terminé por rezar: "Que dure", y para presionar a Dios toqué madera sin patas. Pero quedó demostrado que Dios era incorruptible. Todavía el 6 de julio me permití anotar: "De pronto tuve conciencia de que ese momento, de que esa rebanada de cotidianidad, era el grado máximo de bienestar, era la Dicha", pero en seguida yo mismo me di bofetadas de alerta. "Estoy seguro de que la cumbre es un breve segundo, un destello instantáneo, y no hay derecho a prórrogas". Lo escribí fallutamente, sin embargo; ahora lo sé. Porque en el fondo yo tenía fe en que hubiera prórrogas, en que la cumbre no fuera sólo un punto, sino una larga, inacabable meseta. Pero no había derecho a prórrogas, claro que no. Después escribí lo de la palabra "Avellaneda", de todos los significados que tenía. Ahora pienso: "Avellaneda" y la palabra significa: "No está, no estará nunca más". No puedo.
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Por primera vez releí mi Diario, de febrero a enero. Tengo que buscar todos Sus Momentos. Ella apareció el 27 de febrero. El 12 de marzo anoté: "Cuando dice señor, siempre pestañea. No es una preciosura. Bueno, sonríe pasablemente. Algo es algo". Yo escribí eso, yo pensé alguna vez eso de ella. El 10 de abril: "Avellaneda tiene algo que me atrae. Eso es evidente, pero ¿qué es?" Bueno, ¿y qué era? Todavía no lo sé. Me atraían sus ojos, su voz, su cintura, su boca, sus manos, su risa, su cansancio, su timidez, su llanto, su franqueza, su pena, su confianza, su ternura, su sueño, su paso, sus suspiros. Pero ninguno de esos rasgos bastaba para atraerme compulsiva, totalmente. Cada atractivo se apoyaba en otro. Ella me atraía como un todo, como una suma insustituible de atractivos, acaso sustituibles. El 17 de mayo le dije: "Creo que estoy enamorado de usted", y ella había contestado: "Ya lo sabía". Me sigo diciendo eso, la oigo diciendo eso, y todo este presente se vuelve insoportable. Dos días después: "Lo que estoy buscando denodadamente es un acuerdo, una especie de convenio entre mi amor y su libertad". Ella había contestado: "Usted me gusta". Es horrible cómo duelen esas tres palabras. El 7 de junio la besé y a la noche escribí: "Mañana pensaré. Ahora estoy cansado. También podría decir feliz. Pero estoy demasiado alerta como para sentirme totalmente feliz. Alerta ante mí mismo, ante la suerte, ante ese único futuro tangible que se llama mañana. Alerta, es decir: desconfiado". Sin embargo, ¿de qué me sirvió esa desconfianza? ¿Acaso la aproveché para vivir más intensa, más afanosa, más perentoriamente? No, por cierto. Después adquirí cierta seguridad, pensé que todo estaba bien si uno era consciente de querer, y de querer con eco, con repercusión. El 23 de junio me habló de sus padres, de la teoría de la felicidad creada por su madre. Quizá yo debiera reemplazar a mi inexorable Suegra Universal con esta imagen buena, con esta mujer que entiende, que perdona. El 28 tuvo lugar el hecho más importante de mi vida. Yo, nada menos que yo, terminé por rezar: "Que dure", y para presionar a Dios toqué madera sin patas. Pero quedó demostrado que Dios era incorruptible. Todavía el 6 de julio me permití anotar: "De pronto tuve conciencia de que ese momento, de que esa rebanada de cotidianidad, era el grado máximo de bienestar, era la Dicha", pero en seguida yo mismo me di bofetadas de alerta. "Estoy seguro de que la cumbre es un breve segundo, un destello instantáneo, y no hay derecho a prórrogas". Lo escribí fallutamente, sin embargo; ahora lo sé. Porque en el fondo yo tenía fe en que hubiera prórrogas, en que la cumbre no fuera sólo un punto, sino una larga, inacabable meseta. Pero no había derecho a prórrogas, claro que no. Después escribí lo de la palabra "Avellaneda", de todos los significados que tenía. Ahora pienso: "Avellaneda" y la palabra significa: "No está, no estará nunca más". No puedo.
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BENEDETTI, M. La tregua. Buenos Aires: Editora Sudamericana, 2000. p. 154-155.
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