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miércoles, 11 de julio de 2018
jueves, 31 de mayo de 2018
lunes, 19 de marzo de 2018
El buque fantasma
ERRABUNDEO. Aunque todo amor sea vivido como único y aunque el sujeto rechace la idea de repetirlo más tarde en otra parte, sorprende a veces en él una suerte de difusión del deseo amoroso; comprende entonces que está condenado a errar hasta la muerte, de amor en amor.
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1. ¿Cómo terminar un amor? —¿Cómo, entonces termina? En suma, nadie —salvo los otros— sabe nunca nada de eso; una especie de inocencia oculta el fin de esta cosa concebida, afirmada, vivida según la eternidad. Sea lo que fuere del objeto amado, que desaparezca o pase a la región Amistad, de todas maneras, no lo veo desvanecerse: el amor que ha terminado se aleja hacia otro mundo a la manera de un navío espacial que cese de parpadear: el ser amado resonaba como un clamor y helo aquí de golpe apagado (el otro no desaparece jamás cuándo y cómo se lo espera). Este fenómeno resulta de una limitación del discurso amoroso: no puedo yo mismo (sujeto enamorado) construir hasta el fin mi historia de amor: no soy su poeta (el recitador) más que para el comienzo; el fin de esta historia, exactamente igual que mi propia muerte, pertenece a los otros: a ellos corresponde escribir la novela, relato exterior, mítico.
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2. [Werther] Actúo siempre —me obstino en actuar, por más que se me diga y sean cuales fueren mis propios desalientos— como si el amor pudiera un día colmarme, como si el Soberano Bien fuera posible. De ahí esa curiosa dialéctica que hace suceder sin obstáculo el amor absoluto al amor absoluto, como si, a través del amor, accediera yo a otra lógica (donde el absoluto no estuviera obligado a ser único), a otro tiempo (de amor en amor, vivo instantes verticales), a otra música (ese sonido, sin memoria, separado de toda construcción, olvidado de lo que le precede y le sigue, ese sonido es en sí mismo musical). Busco, comienzo, pruebo, voy más lejos, corro, pero nunca sé que termino: del Ave Fénix no se dice que muere sino solamente que renace (¿puedo, pues, renacer sin morir?)
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Desde el momento en que no soy colmado y sin embargo no me mato, el errabundeo amoroso es fatal. Werther mismo lo ha conocido —pasando de la "pobre Leonor" a Carlota; el movimiento, es cierto, se vio frenado, pero si hubiera sobrevivido, Werther habría escrito las mismas cartas a otra mujer.
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3. [R.S.B.; Wagner] El errabundeo amoroso tiene, sí, aspectos cómicos: parece un ballet, más o menos rápido según la velocidad del sujeto infiel, pero es también una gran ópera. El Holandés maldito está condenado a errar por el mar mientras no haya encontrado una mujer de una fidelidad eterna. Soy el Holandés Errante; no puedo parar de errar (de amar) en virtud de un viejo signo que me consagra, desde los tiempos remotos de mi infancia profunda, al dios Imaginario, afligiéndome con una compulsión de palabra que me lleva a decir "Te amo", de escala en escala, hasta que otro recoja esta palabra y me la devuelva; pero nadie puede asumir la respuesta imposible (de una completez insostenible), y el errabundeo continúa.
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4. [Benjamín; Constant] A lo largo de una vida, todos los "fracasos" amorosos se parecen (y con razón: todos proceden de la misma falla). X... e Y... no han sabido (podido, querido) responder a mi "demanda", adherir a mi "verdad"; no han cambiado un ápice su sistema; para mí, uno no hizo sino repetir al otro. Y sin embargo, X... e Y... son incomparables; es de su diferencia, modelo de una diferencia infinitamente renovada, de donde extraigo la energía para recomenzar. La "mutabilidad perpetua" (in inconstantia constans) de la cual estoy animado, lejos de comprimir a todos los que encuentro bajo un mismo tipo funcional (no responder a mi demanda), disloca con violencia su falsa comunidad: el errabundeo no alinea, seduce: lo que vuelve es el matiz. Voy así, hasta el final del tapiz, de un matiz a otro (el matiz es el último estado del color que no puede ser nombrado; el matiz es lo Intratable).
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1. ¿Cómo terminar un amor? —¿Cómo, entonces termina? En suma, nadie —salvo los otros— sabe nunca nada de eso; una especie de inocencia oculta el fin de esta cosa concebida, afirmada, vivida según la eternidad. Sea lo que fuere del objeto amado, que desaparezca o pase a la región Amistad, de todas maneras, no lo veo desvanecerse: el amor que ha terminado se aleja hacia otro mundo a la manera de un navío espacial que cese de parpadear: el ser amado resonaba como un clamor y helo aquí de golpe apagado (el otro no desaparece jamás cuándo y cómo se lo espera). Este fenómeno resulta de una limitación del discurso amoroso: no puedo yo mismo (sujeto enamorado) construir hasta el fin mi historia de amor: no soy su poeta (el recitador) más que para el comienzo; el fin de esta historia, exactamente igual que mi propia muerte, pertenece a los otros: a ellos corresponde escribir la novela, relato exterior, mítico.
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2. [Werther] Actúo siempre —me obstino en actuar, por más que se me diga y sean cuales fueren mis propios desalientos— como si el amor pudiera un día colmarme, como si el Soberano Bien fuera posible. De ahí esa curiosa dialéctica que hace suceder sin obstáculo el amor absoluto al amor absoluto, como si, a través del amor, accediera yo a otra lógica (donde el absoluto no estuviera obligado a ser único), a otro tiempo (de amor en amor, vivo instantes verticales), a otra música (ese sonido, sin memoria, separado de toda construcción, olvidado de lo que le precede y le sigue, ese sonido es en sí mismo musical). Busco, comienzo, pruebo, voy más lejos, corro, pero nunca sé que termino: del Ave Fénix no se dice que muere sino solamente que renace (¿puedo, pues, renacer sin morir?)
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Desde el momento en que no soy colmado y sin embargo no me mato, el errabundeo amoroso es fatal. Werther mismo lo ha conocido —pasando de la "pobre Leonor" a Carlota; el movimiento, es cierto, se vio frenado, pero si hubiera sobrevivido, Werther habría escrito las mismas cartas a otra mujer.
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3. [R.S.B.; Wagner] El errabundeo amoroso tiene, sí, aspectos cómicos: parece un ballet, más o menos rápido según la velocidad del sujeto infiel, pero es también una gran ópera. El Holandés maldito está condenado a errar por el mar mientras no haya encontrado una mujer de una fidelidad eterna. Soy el Holandés Errante; no puedo parar de errar (de amar) en virtud de un viejo signo que me consagra, desde los tiempos remotos de mi infancia profunda, al dios Imaginario, afligiéndome con una compulsión de palabra que me lleva a decir "Te amo", de escala en escala, hasta que otro recoja esta palabra y me la devuelva; pero nadie puede asumir la respuesta imposible (de una completez insostenible), y el errabundeo continúa.
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4. [Benjamín; Constant] A lo largo de una vida, todos los "fracasos" amorosos se parecen (y con razón: todos proceden de la misma falla). X... e Y... no han sabido (podido, querido) responder a mi "demanda", adherir a mi "verdad"; no han cambiado un ápice su sistema; para mí, uno no hizo sino repetir al otro. Y sin embargo, X... e Y... son incomparables; es de su diferencia, modelo de una diferencia infinitamente renovada, de donde extraigo la energía para recomenzar. La "mutabilidad perpetua" (in inconstantia constans) de la cual estoy animado, lejos de comprimir a todos los que encuentro bajo un mismo tipo funcional (no responder a mi demanda), disloca con violencia su falsa comunidad: el errabundeo no alinea, seduce: lo que vuelve es el matiz. Voy así, hasta el final del tapiz, de un matiz a otro (el matiz es el último estado del color que no puede ser nombrado; el matiz es lo Intratable).
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Roland Barthes | "El buque fantasma".
[Fragmentos de un discurso amoroso]
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Yerbas varias
viernes, 16 de febrero de 2018
El universo es una inmensa perversidad hecha de ausencia
El universo es una inmensa perversidad hecha de ausencia.
Uno no está casi en ningún lado.
Sin embargo, en medio de las infinitas desolaciones hay una buena noticia: el amor.
Uno no está casi en ningún lado.
Sin embargo, en medio de las infinitas desolaciones hay una buena noticia: el amor.
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Alejandro Dolina
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Yerbas varias
martes, 2 de enero de 2018
Novela / drama
DRAMA. El sujeto amoroso puede escribir por sí mismo su novela de amor. Sólo una forma muy arcaica podría recoger el acontecimiento que declama sin poder contarlo.
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1. [Werther] En las cartas que envía a su amigo, Werther narra al mismo tiempo los sucesos de su vida y los efectos de su pasión; pero es la literatura la que gobierna esa combinación. Puesto que si yo llevo un diario, se puede dudar de que ese diario relate, hablando con propiedad, acontecimientos. Los acontecimientos de la vida amorosa son tan fútiles que no acceden a la escritura sino a través de un inmenso esfuerzo: uno se desalienta de escribir lo que, al escribirse, denuncia su propia chatura: "Encontré a X… en compañía de Y…", "Hoy, X… no me ha telefoneado", "X… estaba de mal humor", etc.: ¿quién reconocería en esto una historia? El acontecimiento, ínfimo, no existe más que a través de su repercusión, enorme: Diario de mis repercusiones (de mis heridas, de mis alegrías, de mis interpretaciones, de mis razones, de mis veleidades): ¿quién comprendería algo en él? Sólo el Otro podría escribir mi novela.
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2. [Nietzsche] Como Relato (Romance, Pasión), el amor es una historia que se cumple, en el sentido sagrado: es un programa que debe ser recorrido. Para mí, por el contrario, esta historia ya ha tenido lugar: porque lo que es acontecimiento es el arrebato del que he sido objeto y del que ensayo (y yerro) el después. El enamoramiento es un drama, si devolvemos a esta palabra el sentido arcaico que le dio Nietzsche: "El drama antiguo tenía grandes escenas declamatorias, lo que excluía la acción (ésta se producía antes o tras la escena)." El rapto amoroso (puro momento hipnótico) se produce antes del discurso y tras el proscenio de la conciencia: el "acontecimiento" amoroso es de orden hierático: es mi propia leyenda local, mi pequeña historia sagrada lo que yo me declamo a mí mismo, y esta declamación de un hecho consumado (coagulado, embalsamado, retirado del hacer pleno) es el discurso amoroso.
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Roland Barthes | "Novela / drama".
[Fragmentos de un discurso amoroso]
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Yerbas varias
miércoles, 27 de diciembre de 2017
El mundo atónito
DESREALIDAD. Sentimiento de ausencia, disminución de realidad experimentado por el sujeto amoroso frente al mundo.
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1. [Sartre; Werther] I. "Espero un llamado telefónico y esta espera me angustia más que de costumbre. Intento hacer algo y no lo logro. Me paseo en mi habitación: todos los objetos —cuya familiaridad habitualmente me reconforta—, los techos grises, los ruidos de la ciudad, todo me parece inerte, aislado, atónito como un astro desierto, como una Naturaleza que el hombre no hubiera jamás habitado."
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II. "Hojeo el álbum de un pintor que amo; no puedo hacerlo más que con indiferencia. Apruebo esa pintura, pero las imágenes están heladas y eso me aburre."
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III. "En un restaurante atestado, con amigos, sufro (palabra incomprensible para quien no está enamorado). El sufrimiento me viene del gentío, del ruido, del decorado (kitsch). Una capa de irreal cae sobre mí de los candiles, de los plafones de vidrio."
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IV. "Estoy solo en un café. Es domingo, a la hora del desayuno. Del otro lado del cristal, sobre un cartel mural, Coluche gesticula y se hace el idiota. Tengo frío."
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(El mundo está lleno sin mí, como en La náusea; juega a vivir detrás de un vidrio; el mundo está en un acuario; lo veo muy cerca y sin embargo aislado, hecho de otra sustancia; elijo continuamente fuera de mí mismo, sin vértigo, sin neblina, en la precisión, como si estuviera drogado. "¡Oh!, cuando esta magnífica Naturaleza, desplegada ante mí, me parece tan glacial como una miniatura cubierta de barniz…").
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2. Toda conversación general en la que estoy obligado a asistir (si no a participar) me desuella, me deja aterido. Me parece que el lenguaje de los otros, del que estoy excluido, esos otros lo sobremplean irrisoriamente: afirman, contestan, presumen, alardean. ¿Qué tengo que ver con Portugal, el cariño a los perros o el último Petit Rapporteur? Vivo el mundo —el otro mundo— como una histeria generalizada.
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3. [Pasolini] Para salvarme de la desrealidad —para retrasar su llegada— intento comunicarme con el mundo a través del mal humor. Pronuncio discursos contra cualquier cosa: "Al desembarcar en Roma es toda Italia la que veo deteriorarse bajo mis ojos; ninguna mercancía, detrás de su vitrina, llama la atención; a lo largo de la vía del Condotti, donde compré hace diez años una camisa de seda y finos calcetines de verano, no encuentro más que objetos de Uniprix. En el aeropuerto el taxi me pidió catorce mil liras (en lugar de siete mil) porque era 'Corpus Christi'. Ese país pierde en los dos planos: elimina la diferencia de los gustos pero no la división de las clases, etc.". Basta, por otra parte, que vaya un poco más lejos para que esta agresividad, que me mantenía vivo, comunicado con el mundo, vuelva al abandono: entro en las aguas taciturnas de la desrealidad. "Piazza del Popólo (es feriado), todo el mundo habla, se encuentra en estado de exhibición (¿no es eso el lenguaje: un estado de exhibición?), familias, familias, maschi pavoneándose, muchedumbre triste y agitada, etc.". Estoy de sobra, pero, doble duelo, aquello de lo que soy excluido no me inspira deseos. Todavía esta manera de hablar, mediante un último hilo de lenguaje (el de la buena frase), me retiene al borde de la realidad que se aleja y se hiela poco a poco, como la miniatura vidriada del joven Werther (la Naturaleza, hoy, es la Ciudad).
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4. Sufro la realidad como un sistema de poder. Coluche, el restaurante, el pintor, Roma en día feriado, todos me imponen su sistema de ser; son mal criados. ¿La descortesía no es solamente: una plenitud? El mundo está completo, la plenitud es su sistema, y, como una última ofensa, ese sistema se presenta como una "naturaleza" con la que debo mantener buenas relaciones: para ser "normal" (exento de amor) me sería necesario encontrar divertido a Coluche, bueno el restaurante J., bella la pintura de T. y animada la fiesta del "Corpus Christi": no solamente sufrir el poder sino incluso entrar en simpatía con él: ¿"amar" la realidad? ¡Qué tedio para el enamorado (por la virtud de lo amoroso)! Es Justine en el convento de Sainte-Marie-des-Bois.
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Mientras percibo al mundo como hostil permanezco ligado a él: no estoy loco. Pero, a veces, agotado el mal humor, no tengo ya ningún lenguaje: el mundo no es "irreal" (podría entonces hablarlo: hay artes de lo irreal, y son las mayores), sino desreal: lo real ha huido de él, a ninguna parte, de modo que ya no tengo ningún sentido (ningún paradigma) a mi disposición; no alcanzo a definir mis relaciones con Coluche, el restaurante, el pintor, la Piazza del Popólo. ¿Qué relación puedo tener con un poder si no soy ni su esclavo, ni su cómplice, ni su testigo?
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5. [Freud] Desde mi lugar, en el café, del otro lado del vidrio, veo a Coluche que está allí, estereotipado, laboriosamente extravagante. Lo encuentro idiota en segundo grado: idiota por representar al idiota. Mi mirada es implacable, como la de un muerto; no me divierte ningún teatro, así sea risible, no acepto ningún guiño; estoy cerrado a todo "tráfico asociativo": en su cartel, Coluche no me hace participar: mi conciencia está separada en dos por el vidrio del café.
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6. [Lacan; Verlaine] Tan pronto el mundo es irreal (lo hablo de una manera diferente) como desreal (lo hablo con dificultad).
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No es (se dice) la misma retirada de la realidad. En el primer caso, el rechazo que opongo a la realidad se pronuncia a través de una fantasía: todo mi entorno cambia de valor con relación a una función que es el Imaginario; el enamorado se separa entonces del mundo, lo irrealiza porque fantasea, por otra parte, las peripecias o las utopías de su amor; se entrega a la Imagen, en relación con lo cual todo "real" lo perturba. En el segundo caso pierdo también lo real, pero ninguna sustitución imaginaria viene a compensar esta pérdida: sentado ante el cartel de Coluche no "sueño" (ni siquiera en el otro); no estoy siquiera ya en lo Imaginario. Todo está coagulado, petrificado, inmutable, es decir insustituible: el Imaginario está (transitoriamente) precluido. En un primer momento estoy neurótico, irrealizo; en el segundo momento estoy loco, desrealizo.
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(Sin embargo, si llego, por alguna habilidad de escritura, a decir esta muerte, comienzo a revivir; puedo plantear antítesis, liberar exclamaciones, puedo cantar: "¡Era azul el cielo y grande la esperanza!/La esperanza ha huido, vencida, hacia el cielo negro", etc.)
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7. Lo irreal se dice, abundantemente (mil novelas, mil poemas). Pero lo desreal no se puede decir; porque si lo digo (si lo señalo, incluso con una frase torpe o demasiado literaria), salgo de lo desreal. Heme aquí en la fonda de la estación de Lausana; en la mesa vecina, dos naturales del cantón de Vaud charlan; bruscamente, para mí, caída libre en el agujero de la desrealidad; pero a esta caída, muy rápida, puedo darle su insignia; la desrealidad, me digo, es esto: "un estereotipo muy espeso dicho por una voz suiza en la fonda de la estación de Lausana". En el lugar de ese agujero acaba de surgir un real muy vivo: el de la Frase (un loco que escribe no es jamás completamente loco; es un falsificador: ningún Elogio de la Locura es posible).
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8. [Lautréamont] A veces, en el instante de un relámpago, me despierto y revierto mi caída. A fuerza de esperar con angustia en la habitación de un gran hotel desconocido, en el extranjero, lejos de todo mi pequeño mundo habitual, de repente brota en mí una frase potente: "Pero ¿qué demonios hago allí?". Es el amor lo que parece entonces desreal.
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(¿Dónde están "las cosas"? ¿En el espacio amoroso, o en el espacio mundano? ¿Dónde está "el pueril reverso de las cosas"? ¿Qué es lo pueril? ¿Es "cantar el tedio, los dolores, las tristezas, las melancolías, la muerte, las tinieblas, lo sombrío", etc. —todo eso que, según se dice, hace el enamorado? ¿Es, por el contrario, hablar, parlotear, cotorrear, espulgar al mundo sus violencias, sus conflictos, sus apuestas, su generalidad —todo eso que hacen los otros?
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Roland Barthes | "El mundo atónito".
[Fragmentos de un discurso amoroso]
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domingo, 17 de diciembre de 2017
La espera
ESPERA. Tumulto de angustia suscitado por la espera del ser amado, sometidas a la posibilidad de pequeños retrasos (citas, llamadas telefónicas, cartas, atenciones recíprocas).
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1. [Schönberg] Espero una llegada, una reciprocidad, un signo prometido. Puede ser fútil o enormemente patético: en Erwartung (Espera), una mujer espera a su amante, por la noche, en el bosque; yo no espero más que una llamada telefónica, pero es la misma angustia. Todo es solemne: no tengo sentido de las proporciones.
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2. [Winnicott; Pelléas] Hay una escenografía de la espera: la organizo, la manipulo, destaco un trozo de tiempo en que voy a imitar la pérdida del objeto amado y provocar todos los efectos de un pequeño duelo, lo cual se representa, por lo tanto, como una pieza de teatro.
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El decorado representa el interior de un café; tenemos una cita y espero. En el Prólogo, único actor de la pieza (como debe ser), compruebo, registro el retraso del otro; esa demora no es todavía más que una entidad matemática, computable (miro mi reloj muchas veces); el Prólogo concluye con una acción súbita: decido "preocuparme", desencadeno la angustia de la espera. Comienza entonces el primer acto; está ocupado por suposiciones: ¿Y si hubiera un malentendido sobre la hora, sobre el lugar? Intento recordar el momento en que se concretó la cita, las precisiones que fueron dadas. ¿Qué hacer (angustia de conducta)? ¿Cambiar de café? ¿Hablar por teléfono? ¿Y si el otro llega durante esas ausencias? Si no me ve lo más probable es que se vaya, etc. El segundo acto es el de la cólera; dirijo violentos reproches al ausente: "Siempre igual, él (ella) habría podido perfectamente...", "Él (ella) sabe muy bien que..." ¡Ah, si ella (él) pudiera estar allí, para que le pudiera reprochar no estar allí! En el tercer acto, espero (¿obtengo?) la angustia absolutamente pura: la del abandono; acabo de pasar en un instante de la ausencia a la muerte; el otro está como muerto: explosión de duelo: estoy interiormente lívido. Así es la pieza; puede ser acortada por la llegada del otro; si llega en el primero, la acogida es apacible; si llega en el segundo, hay "escena"; si llega en el tercero, es el reconocimiento, la acción de gracias: respiro largamente, como Pelléas saliendo del túnel y reencontrando la vida, el olor de las rosas.
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(La angustia de la espera no es continuamente violenta; tiene sus momentos apagados; espero y todo el entorno de mi espera está aquejado de irrealidad: en el café, miro a los demás que entran, charlan, bromean, leen tranquilamente: ellos no esperan.)
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3. La espera es un encantamiento: recibí la orden de no moverme. La espera de una llamada telefónica se teje así de interdicciones minúsculas, al infinito, hasta lo inconfesable: me privo de salir de la pieza, de ir al lavabo, de hablar por teléfono incluso (para no ocupar el aparato); sufro si me telefonean (por la misma razón); me enloquece pensar que a tal hora cercana será necesario que yo salga, arriesgándome así a perder el llamado bienhechor, el regreso de la Madre. Todas estas diversiones que me solicitan serían momentos perdidos para la espera, impurezas de la angustia, puesto que la angustia de la espera, en su pureza, quiere que yo me quede en un sillón al alcance del teléfono, sin hacer nada.
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4. [Winnicott] El ser que espero no es real. Como el seno de la madre para el niño de pecho, "lo creé y lo recreé sin cesar a partir de mi capacidad de amor, a partir de la necesidad que tengo de él": el otro viene allí donde yo lo espero, allí donde yo lo he creado ya. Y si no viene, lo alucino: la espera es un delirio. Todavía el teléfono: a cada repiqueteo, descuelgo rápido, creo que es el ser amado quien me llama (puesto que debe llamarme); un esfuerzo más y "reconozco" su voz, entablo el diálogo, a riesgo de volverme con ira contra el importuno que me despierta de mi delirio. En el café, toda persona que entra, si posee la menor semejanza de silueta, es de este modo, en un primer movimiento, reconocida. Y mucho tiempo después que la relación amorosa se ha apaciguado, conservo el hábito de alucinar al ser que he amado: a veces me angustio todavía por un llamado telefónico que tarda y, ante cada importuno, creo reconocer la voz que amaba: soy un mutilado al que continúa doliéndole la pierna amputada.
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5. [E. B.] "¿Estoy enamorado? —Sí, porque espero." El otro, él, no espera nunca. A veces, quiero jugar al que no espera; intento ocuparme de otras cosas, de llegar con retraso; pero siempre pierdo a este juego: cualquier cosa que haga, me encuentro ocioso, exacto, es decir, adelantado. La identidad fatal del enamorado no es otra más que ésta: yo soy el que espera.
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(En la transferencia, se espera siempre —en lo del médico, el profesor, el analista. Más aún: si espero frente a la ventanilla de un banco, en la partida de un avión, establezco enseguida un vínculo agresivo con el empleado, con la azafata, cuya indiferencia descubre e irrita mi sujeción; de modo que se puede decir que, en donde quiera que haya espera, hay transferencia: dependo de una presencia que se divide y pone tiempo a su darse; como si se tratase de hacer decaer mi deseo, de agotar mi necesidad. Hacer esperar: prerrogativa constante de todo poder, "pasatiempo milenario de la humanidad".)
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6. Un mandarín estaba enamorado de una cortesana. "Seré tuya, dijo ella, cuando hayas pasado cien noches esperándome sentado sobre un banco, en mi jardín, bajo mi ventana." Pero, en la nonagésimo novena noche, el mandarín se levanta, toma su banco bajo el brazo y se va.
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Roland Barthes | "La espera".
[Fragmentos de un discurso amoroso]
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1. [Schönberg] Espero una llegada, una reciprocidad, un signo prometido. Puede ser fútil o enormemente patético: en Erwartung (Espera), una mujer espera a su amante, por la noche, en el bosque; yo no espero más que una llamada telefónica, pero es la misma angustia. Todo es solemne: no tengo sentido de las proporciones.
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2. [Winnicott; Pelléas] Hay una escenografía de la espera: la organizo, la manipulo, destaco un trozo de tiempo en que voy a imitar la pérdida del objeto amado y provocar todos los efectos de un pequeño duelo, lo cual se representa, por lo tanto, como una pieza de teatro.
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El decorado representa el interior de un café; tenemos una cita y espero. En el Prólogo, único actor de la pieza (como debe ser), compruebo, registro el retraso del otro; esa demora no es todavía más que una entidad matemática, computable (miro mi reloj muchas veces); el Prólogo concluye con una acción súbita: decido "preocuparme", desencadeno la angustia de la espera. Comienza entonces el primer acto; está ocupado por suposiciones: ¿Y si hubiera un malentendido sobre la hora, sobre el lugar? Intento recordar el momento en que se concretó la cita, las precisiones que fueron dadas. ¿Qué hacer (angustia de conducta)? ¿Cambiar de café? ¿Hablar por teléfono? ¿Y si el otro llega durante esas ausencias? Si no me ve lo más probable es que se vaya, etc. El segundo acto es el de la cólera; dirijo violentos reproches al ausente: "Siempre igual, él (ella) habría podido perfectamente...", "Él (ella) sabe muy bien que..." ¡Ah, si ella (él) pudiera estar allí, para que le pudiera reprochar no estar allí! En el tercer acto, espero (¿obtengo?) la angustia absolutamente pura: la del abandono; acabo de pasar en un instante de la ausencia a la muerte; el otro está como muerto: explosión de duelo: estoy interiormente lívido. Así es la pieza; puede ser acortada por la llegada del otro; si llega en el primero, la acogida es apacible; si llega en el segundo, hay "escena"; si llega en el tercero, es el reconocimiento, la acción de gracias: respiro largamente, como Pelléas saliendo del túnel y reencontrando la vida, el olor de las rosas.
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(La angustia de la espera no es continuamente violenta; tiene sus momentos apagados; espero y todo el entorno de mi espera está aquejado de irrealidad: en el café, miro a los demás que entran, charlan, bromean, leen tranquilamente: ellos no esperan.)
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3. La espera es un encantamiento: recibí la orden de no moverme. La espera de una llamada telefónica se teje así de interdicciones minúsculas, al infinito, hasta lo inconfesable: me privo de salir de la pieza, de ir al lavabo, de hablar por teléfono incluso (para no ocupar el aparato); sufro si me telefonean (por la misma razón); me enloquece pensar que a tal hora cercana será necesario que yo salga, arriesgándome así a perder el llamado bienhechor, el regreso de la Madre. Todas estas diversiones que me solicitan serían momentos perdidos para la espera, impurezas de la angustia, puesto que la angustia de la espera, en su pureza, quiere que yo me quede en un sillón al alcance del teléfono, sin hacer nada.
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4. [Winnicott] El ser que espero no es real. Como el seno de la madre para el niño de pecho, "lo creé y lo recreé sin cesar a partir de mi capacidad de amor, a partir de la necesidad que tengo de él": el otro viene allí donde yo lo espero, allí donde yo lo he creado ya. Y si no viene, lo alucino: la espera es un delirio. Todavía el teléfono: a cada repiqueteo, descuelgo rápido, creo que es el ser amado quien me llama (puesto que debe llamarme); un esfuerzo más y "reconozco" su voz, entablo el diálogo, a riesgo de volverme con ira contra el importuno que me despierta de mi delirio. En el café, toda persona que entra, si posee la menor semejanza de silueta, es de este modo, en un primer movimiento, reconocida. Y mucho tiempo después que la relación amorosa se ha apaciguado, conservo el hábito de alucinar al ser que he amado: a veces me angustio todavía por un llamado telefónico que tarda y, ante cada importuno, creo reconocer la voz que amaba: soy un mutilado al que continúa doliéndole la pierna amputada.
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5. [E. B.] "¿Estoy enamorado? —Sí, porque espero." El otro, él, no espera nunca. A veces, quiero jugar al que no espera; intento ocuparme de otras cosas, de llegar con retraso; pero siempre pierdo a este juego: cualquier cosa que haga, me encuentro ocioso, exacto, es decir, adelantado. La identidad fatal del enamorado no es otra más que ésta: yo soy el que espera.
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(En la transferencia, se espera siempre —en lo del médico, el profesor, el analista. Más aún: si espero frente a la ventanilla de un banco, en la partida de un avión, establezco enseguida un vínculo agresivo con el empleado, con la azafata, cuya indiferencia descubre e irrita mi sujeción; de modo que se puede decir que, en donde quiera que haya espera, hay transferencia: dependo de una presencia que se divide y pone tiempo a su darse; como si se tratase de hacer decaer mi deseo, de agotar mi necesidad. Hacer esperar: prerrogativa constante de todo poder, "pasatiempo milenario de la humanidad".)
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6. Un mandarín estaba enamorado de una cortesana. "Seré tuya, dijo ella, cuando hayas pasado cien noches esperándome sentado sobre un banco, en mi jardín, bajo mi ventana." Pero, en la nonagésimo novena noche, el mandarín se levanta, toma su banco bajo el brazo y se va.
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Roland Barthes | "La espera".
[Fragmentos de un discurso amoroso]
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martes, 5 de diciembre de 2017
La conversación
DECLARACIÓN. Propensión del sujeto amoroso a conversar abundantemente, con una emoción contenida, con el ser amado, acerca de su amor, de él, de sí mismo, de ellos: la declaración no versa sobre la confesión de amor, sino sobre la forma, infinitamente comentada, de la relación amorosa.
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1. El lenguaje es una piel: yo froto mi lenguaje contra el otro. Es como si tuviera palabras a guisa de dedos, o dedos en la punta de mis palabras. Mi lenguaje tiembla de deseo. La emoción proviene de un doble contacto: por una parte, toda una actividad discursiva viene a realzar discretamente, indirectamente, un significado único, que es "yo te deseo", y lo libera, lo alimenta, lo ramifica, lo hace estallar (el lenguaje goza tocándose a sí mismo); por otra parte, envuelvo al otro en mis palabras, lo acaricio, lo mimo, converso acerca de estos mimos, me desvivo por hacer durar el comentario al que someto la relación.
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(Hablar amorosamente es desvivirse sin término, sin crisis; es practicar una relación sin orgasmo. Existe tal vez una forma literaria de este coitus reservatus: es el galanteo.)
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2. [Lacan] La pulsión de comentario se desplaza, sigue la vía de las situaciones. En principio, discurro sobre la relación para el otro; pero también puede ser ante el confidente: de tú paso a él. Y después, de él, paso a uno: elaboro un discurso abstracto sobre el amor, una filosofía de la cosa, que no sería pues, en suma, más que una palabrería generalizada. Retomando desde allí el camino inverso, se podrá decir que todo propósito que tiene por objeto al amor (sea cual fuere el sesgo destacado) implica fatalmente una alocución secreta (me dirijo a alguien que ustedes no conocen pero que está ahí al final de mis máximas). En El banquete, esta alocución tal vez exista: sería a Agatón a quien Alcibíades interpelaría y desearía, ante los oídos de un analista, Sócrates.
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(La atopía del amor, la aptitud que lo hace escapar a todas las disertaciones, sería que en última instancia no es posible hablar de amor más que según una estricta determinación alocutoria; sea filosófico, gnómico, lírico o novelesco, hay siempre, en el discurso sobre el amor, alguien a quien nos dirigimos. Este alguien pasó al estado de fantasma o de criatura venidera. Nadie tiene deseos de hablar del amor si no es por alguien.)
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1. El lenguaje es una piel: yo froto mi lenguaje contra el otro. Es como si tuviera palabras a guisa de dedos, o dedos en la punta de mis palabras. Mi lenguaje tiembla de deseo. La emoción proviene de un doble contacto: por una parte, toda una actividad discursiva viene a realzar discretamente, indirectamente, un significado único, que es "yo te deseo", y lo libera, lo alimenta, lo ramifica, lo hace estallar (el lenguaje goza tocándose a sí mismo); por otra parte, envuelvo al otro en mis palabras, lo acaricio, lo mimo, converso acerca de estos mimos, me desvivo por hacer durar el comentario al que someto la relación.
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(Hablar amorosamente es desvivirse sin término, sin crisis; es practicar una relación sin orgasmo. Existe tal vez una forma literaria de este coitus reservatus: es el galanteo.)
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2. [Lacan] La pulsión de comentario se desplaza, sigue la vía de las situaciones. En principio, discurro sobre la relación para el otro; pero también puede ser ante el confidente: de tú paso a él. Y después, de él, paso a uno: elaboro un discurso abstracto sobre el amor, una filosofía de la cosa, que no sería pues, en suma, más que una palabrería generalizada. Retomando desde allí el camino inverso, se podrá decir que todo propósito que tiene por objeto al amor (sea cual fuere el sesgo destacado) implica fatalmente una alocución secreta (me dirijo a alguien que ustedes no conocen pero que está ahí al final de mis máximas). En El banquete, esta alocución tal vez exista: sería a Agatón a quien Alcibíades interpelaría y desearía, ante los oídos de un analista, Sócrates.
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(La atopía del amor, la aptitud que lo hace escapar a todas las disertaciones, sería que en última instancia no es posible hablar de amor más que según una estricta determinación alocutoria; sea filosófico, gnómico, lírico o novelesco, hay siempre, en el discurso sobre el amor, alguien a quien nos dirigimos. Este alguien pasó al estado de fantasma o de criatura venidera. Nadie tiene deseos de hablar del amor si no es por alguien.)
Roland Barthes | "La conversación".
[Fragmentos de un discurso amoroso]
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