Viernes 17 de mayo
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Al fin sucedió. Yo estaba en el café, sentado junto a la ventana. Esta vez no esperaba nada, no estaba vigilando. Me parece que hacía números, en el vano intento de equilibrar los gastos con los ingresos de este mayo tranquilo, verdaderamente otoñal, pletórico de deudas. Levanté los ojos y ella estaba allí. Como una aparición o un fantasma o sencillamente -y cuánto mejor- como Avellaneda. "Vengo a reclamar el café del otro día", dijo. [...] En mi ensayo general de esta deseada entrevista, yo no había tenido en cuenta una puesta en escena tan movida. "Parece que lo asusté", dijo ella, riendo con franqueza. "Bueno, un poco sí", confesé, y eso me salvó. La naturalidad estaba recuperada. Hablamos de la oficina, de algunos compañeros, le relaté varias anécdotas de tiempos idos. Ella reía. Tenía un saquito verde oscuro sobre una blusa blanca. Estaba despeinada, pero nada más que en la mitad derecha, como si un ventarrón la hubiera alcanzado sólo en ese lado. Se lo dije. Sacó un espejito de la cartera, se miró, se divirtió un rato con lo ridícula que se veía. Me gustó que su buen humor le alcanzara para burlarse de sí misma. Entonces dije: "¿Sabe que usted es culpable de una de las crisis más importantes de mi vida?". Preguntó: "¿Económicas?", y todavía reía. Contesté: "No, sentimental" y se puso seria. "Caramba", dijo, y esperó que yo continuara. Y continué: "Mire, Avellaneda, es muy posible que lo que le voy a decir le parezca una locura. Si es así, me lo dice nomás. Pero no quiero andar con rodeos: creo que estoy enamorado de usted". Esperé unos instantes. Ni una palabra. Miraba fijamente la cartera. Creo que se ruborizó un poco. No traté de identificar si el rubor era radiante o vergonzoso. Entonces seguí: "A mi edad y a su edad, lo más lógico hubiera sido que me callase la boca; pero creo que, de todos modos, era un homenaje que le debía. Yo no voy a exigir nada. Si usted, ahora o mañana o cuando sea, me dice basta, no se habla más del asunto y tan amigos. No tenga miedo por su trabajo en la oficina, por la tranquilidad en su trabajo; sé comportarme, no se preocupe". Otra vez esperé. Estaba allí, indefensa, es decir, defendida por mí contra mí mismo. Cualquier cosa que ella dijera, cualquier actitud que asumiera, iba a significar: "Éste es el color de su futuro". Por fin no pude esperar más y dije: "¿Y?". Sonreí un poco forzadamente y agregué con una voz temblona que estaba desmintiendo el chiste que pretendía ser: "¿Tiene algo que declarar?". Dejó de mirar su cartera. Cuando levantó los ojos, presentí que el momento peor había pasado. "Ya lo sabía", dijo. "Por eso vine a tomar café.".
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BENEDETTI, M. La tregua. Buenos Aires: Editora Sudamericana, 2000. p. 63-64.
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