viernes, 31 de marzo de 2017

Los novios [parte 2]

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Si hubiera dependido sólo de mi madre, estoy seguro de que no habría podido verme a menudo con María Julia. Mi madre tenía una normal capacidad de lástima y de comprensión; no constituía lo que Eusebia llamaba un corazón petrificado, pero era sin embargo una esclava de las convenciones y los ritos de aquella orgullosa élite de almaceneros, boticarios, tenderos, bancarios, empleados públicos. Pero el asunto también dependía de mi padre, que si bien podía ser un malhumorado, un tímido, un neurasténico, de ningún modo soportaba esas variantes semicanallescas de la injusticia. Claro que en su pasión por lo correcto, había también un destello de terquedad; uno no podía estar muy seguro en cuanto a ese impreciso límite en que él dejaba de ser exclusivamente digno, para ser, además, simplemente porfiado.
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Bastó, por lo tanto, que en el curso de una cena, mamá dejara constancia de la aprensión con que la aristocracia del pueblo miraba la presencia de la hija del estafador, para que el viejo se pusiera automáticamente de parte de la chiquilina.
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Y allí terminó mi soledad. No la soledad angustiosa y amarga que después iba a convertirse en mal endémico de mis treinta años, sino la soledad atrayente y buscada, la soledad exclusiva que todas las tardes me esperaba en el altillo, ese reducto hasta el que llegaba el pulso tranquilo de la siesta del pueblo, de la siesta total. A ese feudo de mi primera, entrañable intimidad, tuvo acceso un día el saco azul de María Julia. Y María Julia, claro. Pero el saco azul fue lo que más me impresionó: todo su contorno resaltaba sobre la cal de las paredes y hasta parecía estar inscripto en un halo celeste, de vacilantes límites.
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Ella llegó una tarde, autorizada por mi padre para jugar conmigo, y la encandilante novedad de tenerla allí, agregada a la preocupación de doblegar mi timidez, no me dejaron comprender, en un primer momento, la claudicación que eso significaba. Porque María Julia penetró en tierra conquistada y allí se instaló, como si sus derechos sobre el altillo fueran equivalentes a los míos, cuando en verdad ella era una recién llegada y yo en cambio había demorado un año y medio en imaginar en todos sus detalles aquella especie de refugio inexpugnable, del que cada mancha en la pared tenía un contorno que para mí representaba algo: la cara de un viejo contrabandista, el perfil de un perro sin orejas, la proa de un bergantín. En rigor, la invasión de María Julia sólo tuvo efecto sobre las paredes reales, el cielo azul, la ventana real. Como esos países provisoriamente subyugados, que, por debajo de las botas del invasor, mantienen una subterránea vivencia de sus tradiciones, así preservaba yo, en vigilado secreto, todo cuanto había imaginado respecto al altillo, a mi altillo. María Julia podía mirar las paredes, pero no podía ver qué representaba cada mancha; podía tal vez, escuchar el cielo, pero no sabía reconocer en aquel silencio la llamada lejana de las bocinas, los amortiguados fragmentos de los gritos. A veces, nada más que para confirmar el mantenimiento de mi zona privada, le preguntaba qué podía representar esta o aquella mancha. Ella miraba la pared con ojos bien abiertos, y luego, con voz de quien dicta una ley, se expedía con lacónica certeza: "Es una cabeza de caballo", y aunque yo sabía que en realidad era una cabeza de perro sin orejas, no por eso dejaba que en mi boca se formara ni una sola sonrisa de presunción o de desprecio.
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Pero no todo aquel período estuvo colmado por sus aires de dominadora o mi estrategia de dominado. En alguna ocasión María Julia dejaba caer imprevistamente alguna confidencia. Creo que en el fondo de su nervioso orgullo, ella me reconocía el rango y el derecho de ser su primer y único confidente. "Yo sé que en todo el pueblo me miran como un bicho raro. ¿Y sabés por qué? Porque papá hizo un calotito en el Banco y después se mató." Así llamaba a la estafa: no calote sino calotito. Lo decía con una naturalidad cuidadosamente fabricada, como si en lugar de muertes y delitos estuviera hablando de juguetes o navidades. "Tía dice siempre que lo que la gente le reprocha a papá no es el calotito sino el suicidio."
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A mí el tema me dejaba bastante confuso. En casa no existía el hábito de llamar a las cosas por su nombre. El arma preferida de mamá era el rodeo; el viejo, en cambio, usaba y abusaba del silencio alunado. Por eso, o quién sabe por qué, lo cierto era que yo no tenía la costumbre de la franqueza, así que no podía responder de inmediato cuando María Julia me apremiaba con preguntas como ésta: "¿Vos qué pensás? El suicidio, ¿es una cobardía?" Once años. Tenía once años y preguntaba eso. Claro, me obligaba a interrogarme. A veces, cuando ella se iba y yo me quedaba solo, me ponía a pensar tensamente, trabajosamente, y al cabo de media hora no había conseguido solucionar ningún problema de metafísica infantil, pero en cambio había logrado un dolor de cabeza estrictamente adulto. En definitiva no podía imaginar el suicidio. Tampoco la muerte lisa y llana. Pero por lo menos la muerte era algo que un día llegaba, algo no buscado. El suicidio, en cambio, era sentir gusto por esa estéril, repugnante nada, y eso era horrible, casi una locura. Que esa locura fuese asimismo arrojo, o simplemente cobardía, significaba para mí un problema sólo secundario.
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No vaya a pensarse, sin embargo, que fuéramos criaturas anormales, de esos pequeños monstruos que en cualquier época y en cualquier familia se alzan de pronto para trastocar el sistema y los ritos de la infancia, raros engendros que en vez de jugar con muñecas o con trompos, extraen mentalmente raíces cuadradas o conversan sobre silogismos. No. Sólo ahora aquellos temas solemnes adquieren para mí una importancia que entonces no tuvieron; sólo mis posteriores contactos con el misterio o la muerte otorgan una aureola de muerte o de misterio a nuestros diálogos de entonces. Cuando yo tenía doce años y ella once, el suicidio, la nada, y otros rubros no menos sobrecogedores, sólo representaban una breve interrupción en la lectura o en el juego.
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La imagen esclarecedora llegó un sábado de tarde, no en mi altillo sino en la plaza. Yo venía con mi madre de los Grandes Almacenes Gutiérrez. Frente al busto de Artigas, mi madre y su tía se saludaron y todos nos detuvimos. Era una experiencia nueva, vernos y hablarnos en público. En realidad, sólo vernos. Mientras las mujeres hablaban, ella y yo permanecimos callados y quietos, como dos artefactos. En el momento no comprendí bien. Yo era tímido, eso estaba claro, pero, ¿y ella? De pronto, la tía nos miró y le dijo a mi madre: "¿Vio, doña Amelia? Son inseparables." Maldita la gracia que le hizo a mi madre. "Sí, son buenos compañeros", asintió con angustia. Pero a la otra no la desviaban así como así: "Mucho más que buenos compañeros, son realmente inseparables." Y agregó después con un guiño de empalagosa complicidad: "¿Quién sabe, eh, doña Amelia, qué pasará en el futuro?" Toda la zona del pescuezo que bordeaba el saco azul quedó roja a manchones. Yo sentí un imprevisto calor en las orejas. Pero a esa altura ya sonaba otra vez la voz áspera y sin embargo confianzuda: "Mire, doña Amelia, cómo se ponen colorados." Entonces mamá me atenazó el hombro y dijo: "Vamos." Todos dijimos adiós, pero yo miraba fijo el busto de Artigas. Sólo después, cuando mamá y yo entramos en la Farmacia Brignole a comprar creta mentolada, sólo entonces me di cuenta de que había adquirido una certeza.
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De modo que dos días después, en el altillo, lo que pasó fue una mera confirmación. Yo leía Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno; era divertido, pero no me reía. Nunca pude reírme cuando leo en voz baja. De pronto levanté los ojos y encontré la mirada de María Julia. Vi que se mordía el labio superior. Me sonrió, nerviosa. "No podés leer, ¿verdad?" Yo podía leer, claro. Pero me dio no sé qué contradecirla y meneé la cabeza. "¿Y sabés por qué?" Quedé inmóvil, esperando. "Porque somos novios." Yo cerré el libro y lo dejé al costado. Después, suspiré.
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Mario Benedetti | "Los novios".
[parte 2]

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