sábado, 1 de abril de 2017

Los novios [parte 3]

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"Un hombre derecho", dijo Amílcar Arredondo, señalando el cajón. Yo hubiera querido levantar la cabeza y mirarlo, nada más que para ver cómo era eso, cómo lucía el rostro imperturbable del hombre que había arruinado y enfermado al viejo.
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"No le sentó el transplante. Una de esas personas acostumbradas a su pueblo. Lo sacaron de allí y ya vieron: se acabó." Ahora sí lo miré. En ese momento encendía el cigarrillo de don Plácido, mi padrino, y su rostro estaba casi tan compungido como ufano. "Puta, qué asco", murmuré, y Arredondo, que captó por lo menos mi mirada, se acercó a ponerme una mano en la nuca. "Hay que resignarse, Rodolfo. Hay que aprender del coraje de tu pobre viejo." Las cosas que hay que oír. El coraje de mi pobre viejo.
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Después de todo, qué importaba Arredondo. Era un canallita, como tantos otros, de aquí o del Interior. Al viejo le había visto en seguida el lado flaco. O quizá desde el principio el viejo fue consciente de que este avivado iba a ser su ruina. Un canallita como tantos otros. No todas las víctimas se morían. El viejo, en cambio (callado, como siempre), se murió.
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Algo de cierto había en eso de la falta de adaptación al transplante. En Montevideo, el viejo se aburría. Ya no había piezas de género que extender sobre el gastado mostrador, ni viejas clientas que revisaran el muestrario de festones, ni solteronas que compraran sedalina. Durante treinta años había anhelado el descanso con modesto fervor; una vez que lo había obtenido, se había quedado inmóvil, con los ojos lejanos, cada vez más incrustado en sí mismo.
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Yo podía comprenderlo. Mamá, no. Ella, a los quince días de pormenorizar su nostalgia de la vida pueblerina, a los quince días de repetir y repetir que la ciudad le resultaba asfixiante, ya había conseguido amistades: dinámicas señoras de impertinentes y busto horizontal, dedicadas fervorosamente al chisme y a la beneficencia, tranquilas porque sus hijos concurrían a la Sagrada Familia y sus maridos al Club de Bochas, siempre mejor dispuestas a perdonar los excrementos de sus perritas que las contestaciones de sus sirvientas, buenas amas de casa que se esperaban de zaguán en zaguán para comenzar, con aterrorizados movimientos de cejas y de labios, el eficacísimo vaivén de las tres o cuatro pizpiretas del barrio.
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Mamá no podía comprenderlo, porque ella siempre fue patológicamente sociable, pero yo sí podía entender al viejo. Sin necesidad de esforzarme, sólo mediante el fácil recurso de exagerar hasta la caricatura mis primeras reacciones, mi propio desacomodamiento ante el transplante.
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Después que don Silberberg compró la mercería, vino un período que pareció de fiesta. Mamá hablaba abundantemente en las comidas, haciendo proyectos, acomodando imaginarios muebles, diseñando futuras alfombras. Papá sonreía. Pero era una sonrisa sin alegría, la mueca amable, desanimada, de un hombre que se retira del trabajo sin odiarlo, simplemente porque le llegó la hora del descanso. Allá, en el pueblo, todavía lo sostenía la actividad del último inventario, las despedidas de los amigos, la puesta en marcha de su sucesor. Luego, en Montevideo, cuando alquilamos el apartamento de la calle Cerro Largo, el viejo se desarmó, creo que debe haber pensado que su vida se había quedado sin motivo y sin sostén.
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Yo a veces me le acercaba y trataba de hablarle. Quise llevarlo al fútbol, al cine, a pasear simplemente. Sólo me aceptaba la última de esas invitaciones, una vez cada diez, y nos íbamos al Prado, en un ruidoso tranvía de La Comercial. En el trayecto iba tan callado, que algún optimista le hubiera creído nada más que absorbido por el espectáculo de la gente, del tránsito de las calles con tupida arboleda. Pero en realidad él no miraba nada. Se dejaba llevar, simplemente. Y sólo por afecto hacia mí, a fin de que yo creyese que él se estaba distrayendo, a fin de que yo me sintiera verdaderamente influyente, seguro de mí mismo, vocacionalmente poderoso.
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Alguna tarde, después de caminar un rato entre los árboles, se sentaba en un banco y me dirigía alguna pregunta que quería ser personal y, como nunca llegaba a serlo, me dolía. "Y bueno, ahora que tenés veinte años, ahora que ya votás y sos un hombre, ¿qué es lo que te preocupa?" Mi respuesta no importaba. Tampoco él estaba demasiado atento. Formulando la pregunta, había cumplido, y no era cosa de golpear dos veces en la misma conciencia.
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Cuando apareció Arredondo, con el proyecto de colocar ventajosamente los pocos miles de pesos obtenidos con la venta de la mercería, más otros pocos que el viejo tenía en títulos, más un seguro a mi nombre que vencía en esos meses, cuando apareció Arredondo con todas sus falsas cartas en la mano, todo estaba maduro para recibirlo. El viejo se dejó convencer con una expresión de incredulidad que en cualquier otro hubiera sido de fastidio. Esa noche, después de la cena, mientras mamá estaba en la cocina, le pregunté: "¿No le ves cara de cretino, de vividor?" "Posiblemente", dijo, y se acabó. No hubo otro comentario. Simplemente, cuatro días más tarde, hubo la aceptación del plan Arredondo, quien recibió la noticia con una sonrisa de oreja a oreja y unos ojos que inadvertidamente subastaban su alma. En realidad, no podía creer en tanta dicha.
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Todo falló, naturalmente: desde las acciones de Fiecosa hasta los préstamos en cadena. Mamá gritó tenazmente durante cuatro horas, después tuvo un colapso. No bien se recuperó, empezó a reprocharle al viejo de la mañana a la noche la desgraciada inversión. Quizá el viejo no había contado con esa cantinela. Quizá había confiado en derrotar por una sola vez a su intuición. Lo cierto fue que el derrumbe lo consumió, lo deshizo, literalmente acabó con él. Cuando mamá se dio cuenta de que la hora del reproche había pasado, el médico ya había pronunciado la palabra trombosis.
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Ahora el viejo estaba allí, junto a Arredondo y junto a mí. Yo tenía una tristeza que excedía el ánimo, una tristeza que también era corporal. Me miraba las manos y éstas también estaban sucias de tristeza. Hasta ese momento yo había oído decir "triste" y el corazón se me había llenado de una oleada romántica, de una agradable melancolía. Pero esto era otra cosa. Me sentía triste y pesado, triste y vacío. La tristeza, ahora que la tocaba, era algo más bien asfixiante, pegajoso, una cosa fría que uno no podía sacarse de la cara, de los pulmones, del estómago. Quizá yo habría deseado para él una vida mejor. Mejor no es tampoco la palabra. Que su vida hubiera tenido una pasión vitalizadora, un odio estimulante, qué sé yo, algo que le hubiera puesto en los ojos ese mínimo de energía que parece indispensable para sentirse poseedor de una rebanada de verdad.
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Nos habíamos tenido afecto, era cierto. ¿Y eso qué? Probablemente no habíamos sabido nada el uno del otro. Una incapacidad de comunicación nos había mantenido a prudente distancia, postergando siempre el intercambio franco, generoso, para el cual, por otras razones, estábamos bien dotados. Ahora él estaba allí, rígido, ni siquiera en paz, ni siquiera definitivamente muerto, y toda consideración era ya inútil, por lo menos tan inútil como puede parecer un brillante alegato cuando ya ha vencido sin remedio la última de las prórrogas.
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Abrí los ojos y Arredondo no estaba. Respiré con alivio. Sin embargo, había una mano apoyada en mi hombro. Una mano liviana, o, por lo menos, que se afanaba en no pesar. Yo no estaba en disposición de adivinar, de hacer pronósticos, de modo que pensé en un nombre, un solo nombre. Después de todo, era bastante insólito que pensase en María Julia, pero acaso se debiese al cansancio. No la veía desde antes de que bajáramos a la capital. Sin embargo, era ella. Primero tomé su mano, después la senté a mi lado, en el sofá. No lloraba. "Una fina atención de su parte", pensé, y me sentí profundamente ridículo. En la tristeza se fue abriendo paso una cuña de afecto, de infancia compartida. María Julia, entonces. Parecía más tranquila. Y más alta, claro. Y quizá menos segura de sí. Y con menos pecas. Y sin el saco azul.
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Durante un buen rato, estuvo callada. Su mirada no era la corriente moneda de pésame. Evidentemente, me investigaba a fondo, pero hubo además algún parpadeo de cariño, de cosa recuperada, de precisa memoria.
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Fue a partir de ese momento que me sentí mejor.
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Mario Benedetti | "Los novios".
[parte 3]

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