lunes, 3 de abril de 2017

Los novios [parte 5]

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El día en que cumplí treinta y siete años, me encontré con el Tito Lagomarsino en Mercedes y Río Branco. Estaba feliz porque Marta, la hija de Nélida Roldán, había salvado un examen monstruo. Lo cierto fue que caminamos hasta Dieciocho y Ejido, y allí estaban Nélida y la muchacha. Hacía como cinco años que yo no veía a Marta. La felicité por su éxito y ella contó entonces cómo se le había caído el lápiz de labios en pleno examen y cómo ella y el presidente de la mesa se habían agachado al mismo tiempo para recogerlo, y cómo se habían mirado por debajo de la mesa: "Yo creo que el pobre tipo me salvó nada más que para que yo no les contara a los profesores lo ridículo que quedaba allá abajo, con la peluca ladeada sobre la oreja."
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De pronto me sentí reír, y casi me asusté. Parecía la risa de otro, la risa de algún ser afortunado, poseedor de una vida plena, altamente satisfactoria, casi diría triunfante. No es conveniente reírse con una risa ajena, así que de inmediato me quedé serio y desconcertado. Marta, en cambio, parecía muy segura de sí misma y de su anécdota, y a la tercera mirada me di cuenta de que era simpática, linda, dulce, alegre, inteligente, etc. Cuando Tito mencionó no sé qué entrevista para la que estaban citados a las tres y cuarto, y yo tuve que separarme y le di la mano a Marta, me prometí solemnemente volver a verla, sin testigos de estorbo.
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Sólo dos meses después pude cumplir mi promesa. Encontré a Marta en un café, frente a la Universidad. Estuvimos hablando exactamente una hora y media. De nuevo reí con la risa del otro, pero esa vez me preocupó menos. En la hora y media supe yo de ella, y ella de mí, mucho más de lo que hubiera podido caber en todas las confidencias intercambiadas con María Julia en nuestros años de noviazgo y costumbre. Todo fue tan fluido, tan espontáneo, tan natural, que a ninguno de los dos nos pareció nada raro que de pronto mi mano estuviera en su mano, que nos miráramos a los ojos como dos adolescentes o dos tontos. Menos extraño pudo parecer que una semana después nos acostáramos juntos y que por primera vez se cumpliera el deseo de mi padre y me sintiera vocacionalmente poderoso.
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Hay que reconocer que Marta era, sobre todo, un cuerpo, pero como tal no tenía desperdicio. Ahora bien, en Marta el espíritu no molestaba para nada, puesto que se adaptaba espléndidamente al impecable envase. Tenerla abrazada, estrecha o laxamente, pasar mis manos por cualquier zona de su piel, era siempre una experiencia tonificante, una transfusión de optimismo y de fe. En las primeras veces asistí, con una especie de ingenuo asombro, a la comprobación de cuán insuficiente podía ser mi primitiva unidad de deseo; pero pronto aprendí a multiplicarla.
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Era casi maravilloso que mis manos, mis vulgares e inhábiles manos de siempre, de buenas a primeras pudieran volverse tan eficaces, tan activas, tan creadoras. Había por fin una carne que respondía, una piel con la que era posible dialogar. Marta no me preguntaba nunca por mi novia. Perdón. Ahora me acuerdo que me interrogó: "¿Alguna vez te acostaste con ella?" Respondí que no, en voz tan alta que yo mismo quedé sorprendido. Mi negativa sonó como un rechazo, casi como un exorcismo. Marta primero sonrió divertida, luego me miró con piadoso estupor.
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En definitiva falté algún jueves a la calle Dante. De parte de María Julia no hubo admoniciones ni reproches. Sólo la tía me consagró una larga advertencia sobre el tedio que conduce al pecado. En lo sustancial, estuve totalmente de acuerdo.
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 Mario Benedetti | "Los novios".
[parte 5]

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