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Yo, Rogelio Velasco, taquígrafo ya retirado, dejo mi máquina de escribir Underwood, o sea un dinosaurio preinformático, a mi ex colega y buen amigo Eusebio Palma, con quien compartí tantas conferencias de prensa, simposios, congresos, en una época en que los taquígrafos todavía éramos testigos y custodios de la palabra. Ahora los grabadores o magnetófonos o como carajo se llamen, nos han expulsado de los consejos de dirección, de los paraninfos, de los parlamentos, de las aulas magnas. Antes los sistemas a elegir eran el Gregg, el Pitman, el Gabelsberger, el Taylor, y sobre todo el que nosotros practicábamos con entusiasmo, el Martí, insustituible para el español. Ahora en cambio los membretes a elegir son Toshiba, IBM, Sony, Philips, Panasonic, UHER, Geloso, etcétera. Lo nuestro era artesanal, riesgoso, fatigante, sometido a tensiones, presiones y oradores acelerados. A veces se nos perdía una palabra, o una frase completa, o dos ilegibles y casi impronunciables apellidos, con nueve consonantes y dos vocales, y entonces se nos hacía un nudo en la garganta, pero, decime un poco, Eusebio, ¿qué sucede ahora cuando el grabador se emberrenchina y nos borra media conferencia, y ésta es para colmo de un rector o de un vicepresidente o de un ilustre e irascible visitante? No hay nada tan confiable como la tracción a sangre.
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¿Te acordás cuando el Pepe Troncoso apareció por primera vez en la sesión del Consejo con un magnetófono gigantesco, de reciente importación, y nos dijo muy ufano: Hoy éste va a trabajar por mí, agregando luego con una jodida sonrisa: Y a ustedes, pobres esclavos, los veré sofocarse desde mi sosiego. ¿Y te acordás que a los veinte minutos de comenzada la sesión extraordinaria empezó a salir del flamante aparato un líquido verde y pastoso, que fue el preludio de una inefable humareda? El Pepe no sabía dónde meterse y a la noche no tuvo más remedio que humillarse y pedirnos nuestra esforzada versión artesanal. Reconozcamos que después vinieron otros artefactos más confiables, que fueron precisamente los que nos desplazaron para siempre.
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Así y todo, caro amico, le debemos a la taquigrafía algunos buenos momentos. Por ejemplo, las giras por todo el Interior que hacíamos con el senador Fresnedo, empeñado en difundir a toda costa su nuevo plan de educación física. Nos llevaba con él para que tomáramos versión taquigráfica de sus discursos en apariencia improvisados. Éstos estaban todos cortados por la misma tijera, virtualmente se los sabía de memoria, pero no se le podía trampear, porque si en Tacuarembó agregaba una frase que no había dicho en Durazno y en la versión ya mecanografiada nos atrevíamos a omitirla, de inmediato se daba cuenta y nos insultaba con burocrática unción. Después de su recurrente pieza oratoria, el senador respondía a preguntas del auditorio, y era admirable la desenvoltura con que llenaba sus lagunas y disimulaba su ignorancia.
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Pero lo estimulante de esos viajes no era precisamente nuestra condición de oyentes y/o esclavos. Lo estimulante era que con nosotros viajaban unas estudiantes de Educación Física, preciosas y musculosas, que en cada ciudad, después de la intervención del senador, realizaban una exhibición gimnástica que era siempre muy aplaudida. Por supuesto el público masculino aplaudía más el donaire de sus piernas que la habilidad de sus atléticas cabriolas. Mientras ellas se lucían en la barra o en las cuerdas, nosotros traducíamos nuestros signos taquigráficos y casi siempre terminábamos nuestro trabajo al mismo tiempo que ellas su calistenia. Entonces nos íbamos todos (incluso el senador) a bailar en el club social de la localidad. ¿Te acordás o no? ¿No era una maravilla bailar apretaditos con aquellas minas tan perfectas? Todavía no había llegado el apogeo del rock y su insulso distanciamiento, de manera que confiábamos al venturoso y pausado tango nuestro apetito venéreo, que por cierto tenía una nueva oportunidad cuando viajábamos de noche en el amplio autocar y ellas estaban tan agotadas por la gimnasia y el bailongo, que se dormían en los brazos taquigráficos, cobijadas por nuestro insomnio lujurioso. Nunca olvidaré a la más cautivante de esas minas, de cuyas afeitadas axilas subía un chanel sudoroso que enamoraba mis fosas nasales. No voy a entrar en detalles confidenciales que vos conocés mejor que yo; sólo quería rememorar algunos beneficios marginales de nuestro bendito oficio secretarial.
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La vieja Underwood te la dejo como pieza de museo, pero también como homenaje a tu asombrosa velocidad mecanográfica. Nunca olvidaré que escribiendo a máquina siempre fuiste más rápido que en taquigrafía y que incluso ganaste un certamen rioplatense. Curiosamente, sólo alcanzabas esa velocidad con la crepitante Underwood; con otras marcas eras mucho más lento. Vos y ella volaban. Qué envidia. Todavía me dura. Sólo una preguntita adicional: ahora que sos jefe de protocolo, la vieja taquigrafía ¿te sirve para algo? Te confieso que a veces, para no perder la mano, la practico frente a la televisión, sólo para registrar los gazapos de algún ministro.
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Mario Benedetti | "Testamento ológrafo".
[Parte 3]
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