Túnel en duermevela

Aquel túnel que había sido del ferrocarril y que llevaba ya varios años de clausura, siempre había tenido para los niños (y no tan niños) de San Jorge un aura de misterio, alucinación y embrujo, que ninguna explicación de los mayores era capaz de convertir en realidad monda y lironda. Siempre aparecía alguno que había visto salir del túnel un caballo blanco y sin jinete, o, en algún empujón de viento, una sábana pálida y sin arrugas que planeaba un rato como un techo móvil y se desmoronaba luego sobre los pastizales.

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En ambas bocas de la tenebrosa galería, unos sólidos cercos de hierros y maderas casi podridas impedían el acceso de curiosos y hasta de eventuales fantasmas.

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Pasó el tiempo y aquellos niños fantasiosos se fueron convirtiendo en padres razonables que a su vez engendraron hijos fantasiosos. Un día llegó el rumor de que las líneas del ferrocarril serían restauradas y la gente empezó a mirar al túnel como a un familiar recuperable. Seis meses después del primer rumor, fueron retirados los cercos de hierro y madera, pero todavía nadie apareció para revisar los rieles y ponerlos a punto.

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¿Recuerdan ustedes a Marquitos, el hijo de don Marcos, y a Lucas Júnior, el hijo de don Lucas? El túnel había sido para ambos un trajinado tema de conversación y especulaciones, y aunque ahora ya habían pasado la veintena, continuaban (medio en serio, medio en broma) enganchados a la mística del túnel.

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—¿Viste que aun ahora, que está abierto, nadie se ha atrevido a meterse en ese gran hueco?
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—Yo voy a atreverme —anunció Marquitos, con un gesto más heroico del que había proyectado. A partir de ese momento, se sintió esclavo de su propio anuncio.

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Menos intrépido, Lucas Júnior lo acompañó hasta el comienzo (o el final, vaya uno a saber cuál era la correcta viceversa) del insinuante boquete. Marquitos se despidió con una sonrisa preocupada.

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A los quince o veinte metros de haber iniciado su marcha se vio obligado a encender su potente linterna. Entre los rieles y la maleza invasora se deslizaban las ratas, algunas de las cuales se detenían un instante a examinarlo y luego seguían su ruta.

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Por fin apareció una figura humana, que parecía venir a su encuentro con un farol a querosén.

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—Hola —dijo Marquitos.

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—Mi nombre es Servando —dijo el del farol. Dicen que soy un delincuente y por eso escapo. Me acusan de haber castigado a una anciana cuando en realidad fue la vieja la que me pegó. Y con un palo. Mira cómo me dejó este brazo.

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El tipo no esperó ni reclamó respuesta y siguió caminando. Dentro de un rato, pensó Marquitos, le dará la sorpresa a Lucas Júnior.

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El siguiente encuentro fue con una mujer, abrigada con un poncho marrón.

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—Soy Marisa. Mucho gusto. Mi marido, o mejor dicho mi macho, se fue con una amante y mis dos hijos. Sé que lo hizo para que yo me suicide. Pero está muy equivocado. Yo seguiré hasta el final. ¿Usted querría suicidarse? ¿O no?
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—No, señora. Yo también soy de los que sigo.

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Ella lo saludó con un ¡hurra! un poco artificial y se alejó cantando.

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Durante un largo trayecto, como no aparecía nadie, Marquitos se limitó a seguir la línea de los rieles. Luego llegó el perro, con ojos fulgurantes, que más bien parecían de gato. Pasó a su lado, muerto de miedo, sin ladrar ni mover la cola. El amo era sin duda el personaje que lo seguía, a unos veinte metros.

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—No tenga miedo del perro. Esta compacta oscuridad lo acobarda. A la luz del día sí es temible. Su nómina de mordidos llega a quince, entre ellos un niño de tres años.
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—¿Y por qué no lo pone a buen seguro?
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—Lo preciso como defensa. En dos ocasiones me salvó la vida.

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El recién llegado miró detenidamente a Marquitos y luego se atrevió a preguntar:

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—Usted, ¿vive en el túnel?

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—No. Por ahora, no.

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—A usted que anda sin perro, muy campante, sólo le digo: tenga cuidado.

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—¿Ladrones?

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—También ladrones.

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—¿Ratas?

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—También ratas.

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No dijo nada más, y sin siquiera despedirse, se alejó. El perro había retrocedido como para rescatarlo. Y lo rescató.

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Marquitos permaneció un buen rato quieto y silencioso. La muchacha casi tropezó con él. Su gritito acabó en suspiro.

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—¿Qué hace aquí? —preguntó ella, no bien salida del primer asombro.

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—Estoy nomás. ¿Y usted?

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—Me metí aquí para pensar, pero no puedo. Las goteras y las ratas me distraen. Tengo miedo de quedarme dormida. Prefiero esta duermevela.
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—¿Y por qué no retrocede?
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—Sería darme por vencida.
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—¿Quiere que la acompañe?

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—No.
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—¿Necesita algo?
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—Nada.
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—Me sentiré culpable si la dejo aquí, sola, y sigo caminando.
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—No se preocupe. A los solos vocacionales, como usted y yo, nunca nos pasa nada.
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—¿Puedo darle un beso de adiós?
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—No, no puede.

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Caminó casi una hora más sin encontrar a nadie. Se sentía agotado. Le dolían todas las bisagras y el pescuezo. También las articulaciones, como si fuera artrítico.

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Cuando llegó al final, había empezado a lloviznar. Se refugió bajo un cobertizo medio destartalado.

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De pronto una moto se detuvo allí y cierto conocido rostro veterano asomó por debajo de un impermeable.

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Era Fernández, claro, viejo amigo de su padre. El de la moto le hizo una seña con el brazo y le gritó:

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—¡Don Marcos! ¿Qué hacés ahí, tan solitario?

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—Eh, Fernández. No confunda. No soy don Marcos, soy Marquitos.
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—No te hagas el infante, che. Nunca vi un Marquitos con tantas canas. ¿O te olvidaste que fuimos compañeros de aula y de parranda?
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—No soy don Marcos. Soy Marquitos.
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—En todo caso, Marquitos con Alzheimer.
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—Por favor, Fernández, no se burle. Acabo de salir del túnel. Lo recorrí de cabo a rabo.
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—Ese túnel vuelve locos a todos. Deberían clausurarlo para siempre.
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—No soy don Marcos. Soy Marquitos. Justamente voy ahora en busca de mi viejo.
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—Sos incorregible. Desde chico fuiste un payaso. Tomá, te dejo mi paraguas.

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La moto arrancó y pronto se perdió tras la loma. Mientras tanto, en el cobertizo, sólo se oía una voz repetida, cada vez más cavernosa:

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—¡Soy Marquitos! ¡Soy Marquitos!
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Por fin, cuando emergió del túnel un caballo blanco, sin jinete, y se paró de manos frente al cobertizo, Marquitos se llamó a silencio y no tuvo más remedio que mirarse las manos. A esa altura, le fue imposible negarlo: eran manos de viejo.

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Fin

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Mario Benedetti | "Túnel en duermevela".
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