I
AL RESERO FACUNDO CORVALAN
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Aquí yace Facundo
Corvalán, un resero.
Porque había nacido en la cama del viento,
sopló todo su día.
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Empujando furiosas
novilladas al Sur,
atropelló el desierto, vio su cara de hiel,
y le dejó una pastoral
montada en un caballo blanco.
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Vivió y amó según la costumbre del aire:
con un pie en el estribo
y el otro en una danza.
Y, como el aire, se durmió en la tierra
que su talón había castigado.
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Nadie toque su sueño:
aquí reposa un viento.
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II
A UNCO, EL IDIOTA
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Unco, el idiota, cortador de juncos,
yace aquí sin machete ni juncal.
Para el techo del hombre cortó juncos:
Para el amor del hombre
cortaba juncos verdes:
juncos llenos de viento,
para el hombre y su risa
cortó en el aguazal.
Y él nunca usó ni techo
ni amor ni risa ni hombre.
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Rojo de mediodías, pero sin luz adentro;
gallardo y fuerte, pero sin canción,
fue una rica vihuela
que no tuvo cordaje
y una lámpara hermosa
que no encendió su dueño.
Su Dios fue un huevo de chajá
mecido a flor del agua negra.
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Junco insonoro, yace largo a largo:
el Cortador Celeste lo ha cortado.
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III
A LA PEONA EZEQUIELA FARIAS
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Nació y murió
junto a una vaca.
Entre sus manos duras,
la suavidad del mundo
tomó formas de vaca.
Un silencio de vaca
la ciñó hasta los pies
como su delantal:
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un silencio cantante,
más puro que la égloga.
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Delante de sus ojos,
los días y las noches
australes desfilaron
como vacas macizas.
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La tierra en que hoy descansa
—gorda, sumisa y útil—
se parece a una vaca.
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IV
AL DOMADOR CELEDONIO BARRAL
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Domó en la pampa todos los caballos,
menos uno.
Por eso duerme aquí Celedonio Barral,
con sus manos prendidas
a la crin de la tierra.
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El doradillo, el moro, el alazán
entre sus piernas fueron
máquinas del furor
y pedazos de viento en su muñeca.
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Su pan fue una derrota de caballo por día:
un trueno de caballos fue su música entera.
Para su Dios y para su mujer
tuvo sólo un aroma:
el olor de un caballo.
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El potro de la muerte
no se rindió a su espuela
de antiguo domador y jinete final.
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Por eso duerme aquí,
silencioso y vencido:
Porque domaba todos los caballos,
menos uno.
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V
A UN ANGELITO
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Sólo tocó el umbral
de este mundo y se fue.
Con vino y aguardiente
nos alegramos todos,
porque no se llevaba de la tierra
ni una palabra dura
ni una gota de hiel,
sino un trébol pegado
a su talón de un día.
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Le pusimos dos alas
de papel en los hombros:
rosas del sur ardían
en su traje de cielo.
Su madre lo lloraba,
y nosotros bailábamos.
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Leopoldo Marechal | "Cinco epitafios australes".
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Leopoldo Marechal | "Cinco epitafios australes".
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