Viernes, 22
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Palabras. Es todo lo que me dieron. Mi herencia. Mi condena. Pedir que la revoquen. ¿Cómo pedirlo? Con palabras.
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Las palabras son mi ausencia particular. Como la famosa «muerte propia» (famosa para los demás), en mí hay una ausencia autónoma hecha de lenguaje. No comprendo el lenguaje y es lo único que tengo. Lo tengo sí, pero no lo soy. Es como poseer una enfermedad o ser poseída por ella sin que se produzca ningún encuentro porque la enferma lucha por su lado —sola— con la enfermedad que hace lo mismo. Yo escribo a falta de una mano en mi mano, a falta de dos ojos frente a los míos, a falta de un cuerpo exterior a mí sobre
el cual apoyarme —un minuto siquiera— y llorar. (Lágrimas visibles, que
se puedan secar, que la mano deseada pueda enjugar.) Este silencio de
las palabras que me invaden, de las que digo y escribo, es el horror, el vértigo, el dolor en su estado más puro. ¿En dónde hallar una presencia humana que me calme? Nunca nadie lo pudo; ni amigos ni amantes. Sólo cuerpos vacíos que apenas diferencio de las cosas y sólo fantasmas que he amado hasta pulverizar mi conciencia y mi memoria.
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(2003, p. 392-393)
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Alejandra Pizarnik, Diarios.
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